domingo, 16 de septiembre de 2007

El cuento como agente liberador: una experiencia en el Pabellón Femenino de Canelones

El jueves 13 de setiembre se cerró un ciclo del taller de literatura en la Cárcel de Mujeres de Canelones y Mariana Migliaro, encargada de ese taller les regaló este cuento que, si quisiera analizarlo me faltarían palabras, como a las muchachas de aquel encierro que optaron por las lágrimas más sabias que las palabras y seguramente a ustedes luego de leer esto.
Disfrútenlo con la sensibilidad del aislamiento no solo físico por las rejas, sino el otro, el aislamiento que a veces dentro de nuestra invalorada libertad no somos capaces de percibir...

MUJER CON OTOÑO

Una mujer se volvió de otoño hasta los ojos, que por otra parte, siempre habían sido marrones o dorados. Con el curso de los días se fue dando cuenta que la gente la miraba como a una pobre planta caduca y amarronada. Antes de alejarse en remolinos, las hojas que se le iban , daban vueltas alrededor de ella. Cerca de sus pies escuchaba como lamentos o despedidas. Ella no estaba segura de cómo le había venido ese otoño. Hasta llegó a pensar que podría tener una predisposición especial para contraer otoños. Por momentos le parecía que le había venido de golpe, como si un viento se hubiera encontrado con ella en el medio de la calle. Después pensó que no. Pensó que ese otoño se le fue viniendo con anuncios inaudibles pero que mirándolos bien hubieran podido notarse, no sólo en los ojos, sino en la sonrisa, en la voz, en los movimientos casi grises o secos de las manos.
Los doctores le preguntaron por otros síntomas, le hacían análisis de savia y clorofila y le arreglaban un poco las hojas que le quedaban. Después le hablaban con esa incredulidad con que algunas personas les hablan a las plantas de interiores cuando las riegan o cuando las cambian de lugar.
Una vez, pensando que se venían tiempos difíciles fue a consultar a un abogado. Quería estar preparada en caso de que la gente empezara a señalarla públicamente por andar perdiendo sus propias hojas en cualquier lugar.
Quería saber qué hacer si alguien llegaba a acusarla de falta de pudor por salir a la calle con las ramas totalmente desnudas.
Así pasaron semanas y semanas. A pesar de los inconvenientes públicos y privados de su actual estado o estación (amanecer con hojas en las sábanas, deshojarse hasta en el ascensor, ir a todas las reuniones de consorcio para explicar su situación, encontrar hojas hasta en las ollas) , sentía cierto cariño primordial por esas partes suyas que se le iban. Como si en última instancia hubiera estado esperando esas caídas desde muchísimos verdes atrás. Como si supiera desde siempre que cada hoja hacía lo que tenía que hacer aunque ella se empeñara en ponerse cremas humectantes en las ramas. Aunque tomara agua escuchando “La primavera” de Vivaldi. Por suerte siguió teniendo amigos que tomaban agua con ella o que le recogían disimuladamente las hojas en los cines.
Un día, inexorablemente, se quedó sin hojas. Ese día no sabía si salir a la calle o si quedarse para siempre convaleciendo de tantas hojas muertas.
Al final salió, desnuda hasta los ojos. Para darse ánimo , en lugar de mirar a las personas, miraba los árboles de la vereda, incluyendo a los perennes. Así como un día pasa una cosa, otro día pasa otra cosa ,y un martes se le fue el otoño.
Nunca dijo si fue una canción , un pájaro o un abrazo. Nunca dijo qué, pero algo la hizo reverdecer hasta los ojos, aunque siguieran siendo marrones o dorados. Reverdecieron las ramas, las sábanas y hasta la mesa y las sillas de algarrobo.
Los doctores se asombraron de tanto verde y nunca supieron si el verde vino de afuera o había estado agazapado y expectante esperando su turno adentro de ella.
Lo más desconcertante, para algunos, no para ella, fue que el día en que se le fue el otoño, tampoco era veintiuno de junio.